Me llamo Raynard Müller y nací en Berlín en 1964, una ciudad
dividida 3 años antes. Vivía con mi familia al este del gran muro. Mi padre
trabajaba para el gobierno soviético y me inculcó su ideología desde que era un
chiquillo, aunque yo deje de ser influenciable muy pronto para su descontento.
Muchos alemanes le consideraban un traidor a su patria y yo empecé a
preguntarme el porque a una temprana edad.
Una noche, el día de mi décimo cumpleaños, volví a casa un
poco más tarde de lo habitual porque mi madre me había dejado quedarme a jugar
al fútbol con uno de mis mejores amigos. Volvía muy contento y lleno de barro
como siempre, sabía que se iba a poner hecha un basilisco peroaquella noche no me importaba. Cuando llegué a casa todo estaba muy silencioso, era
rarísimo, mis padres eran dos personas que se pasaban el día discutiendo y que
se hablaban gritando para cualquier cosa. Mi madre era una persona muy buena y
tranquila, mi padre era el único que conseguía sacarla de sus casillas, aunque
era un don que no solo desarrollaba con ella, solía poner de los nervios a casi
cualquier persona con la que hablaba; otra de las razones para que no gozara de
mi simpatía. Fui a la cocina y vi la cena preparada, pero aún no había aparecido
nadie para recibirme. Cogí el plato y me dirigí a la mesa del salón para
sentarme a esperar a mamá. Cuando entré no pude evitar que el plato resbalase de entre mis dedos y cayese
haciéndose añicos contra el suelo y esparciendo su contenido en todas
direcciones. Pasé un largo rato allí de pie sin poder dar un solo paso. En cuanto mis músculos volvieron a funcionar corrí hacia el cuerpo
inmóvil de mi madre, me puse de rodillas y la abrace sin saber que sentir en mi
interior, me apoye contra su pecho y entonces las lágrimas empezaron a caer por
mi mejilla sin control. Unos gritos desgarradores salieron de mi garganta
mientras lloraba desconsoladamente sobre el cuerpo inerte de la mujer mas
importante de mi vida, la suplicaba que me hablara, que volviese a llamarme “meine
kleine” con su suave y dulce voz. Pero jamás volvió a pronunciar una sola
palabra.
Poco a poco, mientras mis lágrimas empapaban el pálido rostro
de mi madre, la tristeza comenzó a convertirse en rabia y en odio. Yo sabía que
no podía haber otro culpable más que uno, alguien que casualmente no se
encontraba allí cuando debería hacerlo. Me fui de casa antes de que llegasen
las autoridades pertinentes. Dejando la casa de mi niñez atrás, con 10 años
recién cumplidos, me perdí por las calles de Berlín, huérfano y con un único
sentimiento, la venganza.
-Ich werde meinen Vater töten.
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2ª parte ya
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