viernes, 15 de agosto de 2014

Siempre tuyo.

El café estaba empezando a quedarse frío, pero a la señora Lara le importaba.
Todos los martes por la tarde desde hacía tres meses, en mi visita a la residencia de ancianos, me sentaba con una entrañable ancianita de setenta y siete años y alzhéimer que me confundió con su nieto el primer día. Mi trabajo como voluntario allí, aparte de ayudarles a tomar la merienda, consistía en sentarme con ellos y hacerles la compañía que sus familiares no les proporcionaba. Así que a las siete de la tarde, me sentaba en el viejo sofá granate y escuchaba como me contaban sus batallitas. Me fijé por primera vez en la señora de la ventana cuando la señora a la que yo cuidaba me preguntaba por quinta vez si sabía que los tomates eran frutas.
La señora Lara entraba en el salón de las visitas todos los días a las seis y media, a esperar que llegaran sus familiares. Para cuando llegaba, con los apuntes de la universidad a medio guardar en mi desgastada mochila, ella ya estaba frente a la ventana. Diariamente se sentaba en una mecedora con un café solo y un sobre encima de la mesita que tenía delante. Vestía como de luto, con un vestido negro como los que suelen salir en las películas o series de postguerra, unos zuecos también negros y el pelo pulcramente recogido. Después de una hora y media de quietud y de miradas que se perdían a través del cristal, cogía con sus manos encallecidas el sobre y lo abría.  Aquel día lluvioso de Marzo no se había saltado ningún paso de aquel ritual que yo observaba de reojo, sin perderme detalle. Matilde, como se llamaba la señora que cuidaba, aquel día me había llamado papa, y me estaba preguntando que si podía salir a jugar con Nuala, la que fue su perrita de la infancia.
— Me he portado bien. ¿Podré salir?  No se ha vuelto a escuchar ningún bum.
Aquella ancianita me partía el corazón, y más me lo partía que se viese encerrada en un asilo de los años noventa, con olor a humedad, y paredes amarillas mal pintadas.
— Mañana, tal vez.
— ¿Me lo prometes?
— Te lo prometo. — La conteste a sabiendas de que en media hora se le habría olvidado.
Seguí escuchando la descripción que tantas veces había escuchado sobre Nuala, y giré el cuello, olvidándome de lo que el termino discreción significaba, para mirar a la Señora Lara. Se había colocado unas pequeñas gafas de montura negra sobre el puente desviado de la nariz, y había dejado el robre rasgado al lado de la taza fría de café. Intentaba captar todos los detalles que pudiesen desvelarme que eran aquellos sobres que, día tras día, rasgaba, leía y abandonaba en la mesa. Sé que, de haber sido otra persona, al tercer día cuando todos hubiesen salido de la habitación de camino al comedor, habría cogido una de aquellas cartas y habría salido de dudas, pero me había estado controlando. Hasta aquel día.  Esperé pacientemente hasta que el reloj de cuco dio las nueve y entonces acompañe a los ancianos a por su cena. Miré con tristeza las mesas y sillas y me dije que había sido muy generoso llamando a aquella salita destartalada comedor. Di un beso en la arrugada mejilla de aquella que ya consideraba mi propia abuela, y salí por la puerta.
—  Adios Adolfo. Da recuerdos a los niños.—  Que ternura me daba aquella voz quebrada.
Sonreí y levanté una mano mientras salía por la puerta y suspiraba.
Ya de vuelta en la salita, cogí sin que nadie se diese cuenta la carta y el sobre y me fui a casa. En el trayecto por el metro fui barajando las posibilidades de lo que aquello podía ser.  <<Probablemente la carta que un hijo le mande diariamente, con escusas sobre porqué no podrá ir a verla>> Me aseguré para tratar de calmar las dudas y el nerviosismo que casi me hacen saltarme la parada. Llegué y, arrojando las cosas sobre el sofá, me senté. Primero miré el sobre. Estaba hecho de un papel amarillento, muy ligero y que parecía romperse con la mirada. Tamborileé con los dedos en el brazo de la silla. No reconocí el sello.  Ansioso abrí la carta. Estaba escrita a mano sobre un papel de la misma consistencia que el sobre. Leí.  

Lunes 6 de Mayo, 1941 
Querida Maria de la Merced:  Te escribo esto sin saber si te llegará algún día. Aquí en las trincheras todo esta cuadriculado. No nos dejan mandar cartas a nuestras familias informando. Así que tan solo te diré, que esta carta diaria que te escribo me ayuda a conservar las fuerzas y los ánimos, que aquí empiezan a escasear. Sueño con volver a casa, a tus brazos y a tus dulces besos. Espero encontrarte algún día, si no en esta vida, en la siguiente.  
Siempre tuyo.  
Miguel Ángel. 
  
Aquella noche no dormí pensando en las palabras que acababa de leer. Pasé toda la semana deseando que llegase el siguiente martes.  
Entré por la puerta y, tras darle un beso en la mejilla a Matilde, me acerque a la señora Lara.
 — ¿Volvió? — Me miró a la cara y después la mano, donde llevaba su carta.
 — No.
Volvió a mirar por la ventana. No parecía enfadada. Sentía lastima por ella. Tenía los ojos verdes acuosos.
— ¿Qué pasó? ¿Por qué lee estas cartas ahora?  ¿Por qué abre una cada día?
Silencio. Me daba miedo repetir la pregunta.
—  Esas cartas nunca me llegaron, el ejército debía de retenerlas. — Miré por la ventana yo también mientras ella hacía una pausa. No llovía, pero el cielo tenía un color plomizo. — Hace dos años vinieron unos funcionarios, trajeron una caja entera con estas cartas. Todos los días desde entonces, me siento aquí, pido un café como le gustaba a él y espero a que aparezca por aquella puerta. — Vi una pequeña reja negra de metal, que daba a un muro. — Después de una hora y media, cuando ya sé que ese día no aparecerá. Leo la carta que me mandó.
— Aquella puerta da a una tapia. No se puede  entrar o salir por allí.
Giró el cuello para mirarme y esbozo una pequeña sonrisa que lleno su rostro de  todavía más arrugas. Se me paró un momento el corazón, y entonces dijo:
— Entonces ya sabes qué día vendrá a buscarme.  

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