Lanzo el nuevo mp3 contra la esquina de la mesa y agarro el
discman de la estantería. Cojo el primer CD que alcanzo y me
tumbo en la cama. La caratula muestra un mono, o un gorila, o algo por el
estilo, subido a un poste eléctrico. Le doy al play y una música metálica y
estridente comienza a sonar. La batería marca un ritmo lento y monótono, de
notas graves, mientras que la guitarra me rompe los tímpanos con notas rápidas y
agudas. El humo de la barrita de incienso que arde sobre el escritorio, se
extiende por toda la habitación, impregnándola de una fragancia a plátano y
violetas. Siento como mi cabeza se embota mientras cierro los ojos, y me
sumerjo en un mar de notas de color morado.
El humo me envuelve, me llena los pulmones y me ciega. La
habitación se desdibuja a mi alrededor, sumida en una espesa niebla
blanquecina. La cama flota sobre el vacio, como mecida por las olas, y el
balanceo me hace abrir los ojos mareada. Me levanto, poniendo los pies sobre
una superficie fría y resbaladiza como de baldosines de consulta médica,
pero que no veo bajo los pequeños dedos de mis pies. Camino por la habitación y
me siento como Alicia cayendo por el agujero, la silla rosada estilo vintage de
mi cuarto flota pegada a un techo que se resquebraja y mueve, como nubes de
pladur. Me guio por el olor a caramelo y avanzo a ciegas hasta la
habitación contigua. Parece haberse hecho de noche, de repente, como si una
bandada de cuervos hubiese escondido el sol. En medio de la habitación, una
mecedora que no recuerdo, se balancea suavemente, chirriando con cada
movimiento. Sentada encima hay una muchachita de cabellos dorados, con un
vestido sencillo de color negro, de manga larga y que llega hasta sus pies. Me
acerco. En el regazo reposa una pequeña cría de león que se lame la pata.
Con cada paso que me acerco, descubro algo que antes no había
visto; Puede ser tal vez que no fuese una muchacha tan joven, las arrugas
enmarcan sus ojos, y que el pelo que antes parecía dorado, ahora sea plateado. El
león baja de un salto al suelo y veo que no es una cría, sino un macho
adulto que pasea orgulloso alrededor de su dueña. La luz cambia y ahora su piel parece ir pegada al hueso y demacrarse cada vez más. El orgullo del león desaparece cuando cae al suelo como una simple mata de huesos y polvo. La
dueña, ahora convertida en un esqueleto andante, agarra una de las zarpas esqueléticas
del león muerto, y la acaricia. Me acerco lo suficiente como para ver las
cuencas de sus ojos vacios y oler el caramelo antiguo que sale de su aliento.
Despierto justo cuando la guadaña improvisada me rasga la mejilla.
Entre canción y canción escucho el timbre, me quitó los cascos y
oigo como alguien llama insistentemente. Mamá ha debido de salir. Me lanzó
escaleras abajo con el discman enganchado a mi cadera y botando con cada paso,
y los cascos al cuello enredándose en mi pelo. Grito un <<Ya
voy>> y abro la puerta con una sonrisa.
Demasiado tarde para huir.
Ya solo queda el olor a caramelo rancio.
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